La nostra companya Noemí Cabases ens presenta, en aquest relat proper i reflexiu per a la professió, la dura travessia que pateixen moltes de les persones que arriben fins al nostre territori en la recerca d’un futur millor.

Me encanta el trabajo social con sus idas y venidas y con sus relatos vitales de dificultad, superación y cambio, pero a veces una historia sobrepasa tus barreras y te llega al fondo. Ésta es una de ellas.

El pasado verano conocí de cerca el drama de las pateras a través de las palabras de un chico de 28 años.

Musa, llamémosle así, llegó en agosto a las costas de Cádiz en una barcaza con otras muchas personas que se lanzan al mar para encontrar un futuro mejor en un mundo que, les han dicho, está lleno de posibilidades.

Tener la oportunidad de compartir una charla con él, abrió por completo mis ojos ante lo que cada día vemos por televisión. A menudo, nuestros muros personales, esos que activamos cuando intuimos el sufrimiento, nos juegan malas pasadas y acabas interiorizando las desgracias que ves “de lejos”.

Cuando entró en mi despacho, el peso sobre sus hombros era evidente a la vista. Despeinado, con la capucha puesta a pesar de los 30 y tantos grados y ojos llenos de tristeza. Enseguida me di cuenta que debía relajar el tono, sacar mi lado más humano y tomarme un tiempo con él. Empieza la entrevista pero esta vez sin guion, la información para la ficha era importante, pero estaba claro que Musa tenía mucho más que explicar, ¿querría hacerlo?

Le pregunté por la travesía al ver la orden de devolución a su país, orden que no puede ser aplicada al no poder asegurar, las autoridades, la nacionalidad del chico. En ella hablaba de su rescate en el mar y de su posterior detención. Él lo complementa explicando que después de eso, fue llevado a la cárcel (entiendo que fue trasladado a un CIE). La entrevista sucede en inglés porque no lleva ni una semana en España, y a esas alturas ya me ha pedido información sobre dónde puede aprender castellano.

Explica que no llegaron todos a la costa, algunos se durmieron durante la travesía para nunca despertar y al preguntarle si se trataba personas mayores, por sus ojos supe que me equivocaba y con la expresión más triste que he visto en mucho tiempo, respondía que eran “cuatro pequeños hermanos”.

Seguimos hablando durante unos cuantos minutos más en los que relató con incredulidad y tristeza los movimientos posteriores al rescate: el reconocimiento sanitario, la detención, el internamiento en lo que él vivió cómo una cárcel y su posterior puesta en libertad, directamente a la calle de un país desconocido y prácticamente con ningún recurso en sus bolsillos.

Aparece por la puerta de un servicio pensado para trabajadores de temporada, meta inalcanzable para personas en su situación documental y me toca explicarle otra cruda realidad: los recursos de los que disponemos son tan escuálidos cómo su mochila material, por lo que en pocos días, volverá a estar cómo ha llegado: bolsillos vacíos y cabeza llena de esperanzas de difícil alcance. Lo único que tendrá de nuevo es información, que hace caer sus sueños como un castillo de naipes. El sueño europeo no es más que un espejismo en medio de un desierto de dudas e incertidumbres.

Son de esos días que el trabajo social te pesa cómo una roca a  la espalda. Me cabrea que las ganas y el empeño no sean suficientes porque unos “alguienes”, completamente alejados de la realidad de estas personas, han decidido que esto sea así. Me cabrea pensar que un documento pesa más que la inquietud y las ansias de mejora personal. A veces tengo la sensación de ser un Quijote que lucha contra los enormes molinos de viento de esta sociedad, empequeñeciendo antes esos gigantes.

Por suerte, hay una notable diferencia con don Alonso Quijano y es que el mundo de “lo social” somos una marea con ganas de tirar al suelo esos enormes gigantes e ir cambiando las cosas hacia una sociedad más justa e inclusiva con menos papeles y más personas.